Y de repente, todo cambia.

Vuelvo a verte y de repente todo cambia; desestabilizas cada punto y final que marqué en nuestra historia, acabas con la seguridad de no querer saber nada más de ti, derrotas a mis barreras y das la bienvenida al deseo de tenerte de nuevo cerca; y eso que ahora no puedo ver la curva más peligrosa que se genera entre tus hoyuelos, pues tu rostro va cubierto por una mascarilla.

Tu pelo color carbón asoma tímidamente entre el gorro de lana, que seguramente tu abuela, la de manos arrugadas y cansadas, por el esfuerzo de sacar adelante a una familia entera, ha tejido queriéndote resguardar del frío, el mismo que llegó a mi vida cuando no conseguimos entrelazar nuestros caminos y dejarnos llevar, sin estridencias, a salir de la rutina.

Cada uno de tus rizos golpean suavemente tu frente, acompasados a la velocidad de un viento que abrasa pese a estar a menos cero grados. La nieve se desliza por tu cuello y dentro de mí nace la envidia de no ser yo quien te acaricie.

Me muero de ganas de salir corriendo hacia ti, romper la distancia social que nos ha impuesto la pandemia, abrazarte como los abrazos que se hacen virales en internet y no soltarte hasta que llegue la hora de volver a casa, pero contigo.

Te acercas poco a poco, esquivando a la gente que ultima los preparativos de la cena de Nochebuena, quién sabe si tú y yo estaríamos ahora cenando juntos, presentándonos en sociedad, reafirmando que el otro es importante y que los dos apostábamos por esto.

Me sorprende que después de tanto tiempo, tu paso siga siendo el mismo, que bailes en cada una de tus zancadas como si a tu alrededor siempre sonara el concierto de año nuevo, como si no te importara nada, como si volaras. Y así entre las palmadas de la Marcha Radetzky te paras frente a mí.

Si supieras cuanto te he echado de menos, la de veces que he abierto tu conversación y cerrado al instante, los diálogos que he ensayado frente al espejo y que nunca he tenido contigo; si supieras la soledad que he experimentado, el sin sentido de tenerte lejos, la de botellas de vino tinto que he descorchado y saboreado como si tus labios fueran los que rozaban los míos, lo cobarde que me he sentido y las ganas de gritarte te quiero que aún sigo teniendo, quizás, no habrías tenido el valor de propiciar este encuentro.

Me miras con la ternura de quién anhela ser querido, la misma con la que llegaste a mi vida, cuando en aquel café se confundieron en nuestros pedidos; tus ojos se clavan en los míos como puñales, atraviesan la pupila que tantas noches te ha mirado a la luz de las estrellas y penetras en lo más hondo de mis por dentro. Y entre tanto, el tiempo que avanza para nosotros se ha parado.

Me hablas de tu vida, de tus logros, de tus nuevos proyectos, y entre cada frase que pronuncias, dejas escapar, sin darte cuenta, las ganas que tienes de que me vuelva lanzar. Pero no lo hago, esta vez no me toca a mí, no fui yo quien salió corriendo cuando te pedí que pusiéramos nombre a lo nuestro. Te percatas de que mi atención no es plena a tus palabras, que mi voz de dentro repite que ojalá esto fuera una película de sofá y manta, donde alguien vestido de elfo pone un muérdago sobre nosotros y las ganas se dejan de contener y la pasión se desata entre dos personas, que vuelven a quererse sin medida.

Haces silencio, desabrigas tu mano derecha y guardas el guante en tu abrigo. Me miras y sin mediar palabra siento el frío de tus dedos deslizar mi mascarilla en el mismo instante que tu cuerpo se avecina a centímetros del mío. En una milésima de segundo, el mismo tiempo en el que cierras tus ojos, cambias la historia, la nuestra.

Abro los míos y tras un rato de saborear todo lo soñado decido salir de la cama, descorrer las cortinas y dejar que la luz del día ilumine mi cuarto. Sostengo entre mis manos un trozo de papel y el mismo bolígrafo con el que escribo todos los años.

Queridos Reyes Magos: Este año… este año quiero volver a verle y que de repente, todo cambie.





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